LA
EXALTACIÓN DE
LO
FEMENINO EN LA
TRADICIÓN
Prado
Esteban (extracto del libro aún sin publicar “Mujer, verdad y
revolución integral”)
En
“As Crabetas. Libro-museo sobre la infancia tradicional del
Pirineo” Enrique Satué Oliván recoge
y reproduce en unos esmerados dibujos la representación simbólica
que se hace de la mujer en una “rueca de capacico” para hilar el
cáñamo, tarea tradicionalmente femenina.
Lo
primero que llama la atención es la belleza del utensilio de
trabajo, un dato que nos informa de la dignidad que tenían en esa
sociedad las labores humanas asociadas a la satisfacción de las
necesidades de la vida.
El
trabajo fue en la comunidad tradicional un elemento que
integraba en sí valores de muy diversa índole; en primer lugar
estaba destinado a atender las necesidades materiales del colectivo y
por ello era una actividad útil y valiosa que proporcionaba un
enorme contento y afirmación personal al individuo, porque el ser
útil a otros es, para la persona social, una necesidad primaria y
sustantiva.
Además
el trabajo era espacio de encuentro y convivencia, en este caso
territorio femenino, ámbito especial de comunicación entre mujeres
en el que se compartían intimidades y reflexiones, saberes, acervo
de cultura y tradiciones; una esfera de construcción horizontal de
la feminidad a través de compartir la vivencia singular de ese
elemento multidimensional y complejo que es ser sujeto único y
sexuado a la par que una más del común. Este carácter social y
socializador de las tareas productivas daba a las faenas
tradicionales un potencial enormemente civilizador e
integrador.
La
alta valoración del trabajo, en este caso del trabajo de las
mujeres, fue la base material de la estimación social de las
personas que eran respetadas por su aportación singular al común,
es decir, por sus méritos y obras propios y no por cortesía, por
compasión o benevolencia.
Es
evidente, cuando se observa la iconografía de las tallas de la
rueca, que estas tareas femeninas estaban asociadas a la construcción
colectiva y horizontal de la feminidad, no como esencia abstracta o
platónica sino como vivencia compartida del valor que proveen las
mujeres a la comunidad. Aparece en ella la mujer sexuada en la que
destacan los pechos y el pez que emerge entre sus piernas. El pez,
que fue símbolo del primer cristianismo, es también en algunas
culturas paganas la representación de la erótica y la fertilidad
femenina, así como una metáfora de la vulva. Es, en definitiva, la
afirmación enérgica de sus atributos físicos y de su sexualidad,
del contento de ser mujer.
Pero
junto a ella aparece la imagen de Santa Orosia que representa, según
Enrique Satué, a la mujer espiritual perpetuadora de la tradición,
explicación que comparto pero a la que hay que añadir, yendo más
allá, que no solo es depositaria de las tradiciones sino que la
figura de la santa encarna a la mujer combatiente, valerosa y heroica
que porta la espada y la palma del martirio. Es la mujer preparada
para los desafíos más difíciles, para las batallas más penosas,
mujer bizarra y esforzada.
He
aquí la evidencia de que la cultura del pueblo no consideraba a la
mujer como un ser plano destinado a agotarse en sus funciones
sexuales sino como ser complejo, multidimensional, integral y no
fragmentado. La potencia que alcanzó la feminidad (y en
correspondencia la virilidad) en esta cultura expresa mejor que nada
la capacidad que esa sociedad tuvo para elevar y dotar de excelencia
a los individuos que la habitaban.
El
que existieran algunos espacios de lo femenino no significaba
segregación ni encierro de la mujer pues se limitaban a ciertos
momentos y ayudaban a dotar de fuerza y mismidad a las féminas que
participaban igualmente en todas las demás tareas colectivas de
forma activa y resuelta. Fueron un territorio de vínculos y
relaciones en una civilización que proporcionaba una abundancia y
complejidad de ámbitos de socialización que permitían la
creación de personalidades vigorosas y cargadas de virtud.
La
fuerza de lo colectivo, en esta sociedad, no fue el producto de la
homogeneidad y la uniformidad sino de la concurrencia de las
singularidades, de la celebración de la diferencia, de la expansión
de la idiosincrasia de los sujetos.
Todo
esto nos proporciona la oportunidad de reflexionar sobre la triste
condición femenina del presente. La mujer de esta sociedad vive
despojada de la vivencia de su naturaleza sexual[1],
convertida en sujeto neutro, indefinido y ambiguo, así deviene en
no-persona sino trabajadora pura, mano de obra en un mercado de
esclavitud disfrazada, tropa para los ejércitos del sistema,
obediente y cumplidora súbdita.
Los
actuales espacios de mujeres se convierten fácilmente en ámbitos
para la victimización, el resentimiento y la androfobia, lugares en
los que la magnanimidad, el respeto de sí mismas y de la feminidad
que exigen la consideración de la virilidad natural como un bien,
tan excelente como nuestra propia condición sexuada, están
excluidos. Son por ello espacios para la desfeminización, para el
desarraigo de nuestra idiosincrasia auténtica, para la liquidación
de nuestra originalidad y la exaltación de la condición de
oprimidas, subordinadas y no-sujetos.
La
necesidad de regenerar lo femenino, y por ende lo viril o masculino,
en nuestra época es tarea que debemos asumir cada sexo de forma
propia, pero no enfrentada, sino unidos en la tarea de encontrar
caminos a la recuperación del tejido social de la convivencia, al
respeto y dignificación de nuestras diferencias como un bien
inapreciable para el desarrollo y creatividad de la comunidad.
Lo
femenino de nuestra época habrá de construirse haciendo frente a
los conflictos que este tiempo y esta sociedad nos han legado, es
decir, desde el compromiso con el mundo, con el aquí y ahora de la
humanidad, a ello debemos entregarnos con determinación y
bravura de mujeres y hombres de virtud.
[1]
Entiendo que la mujer comparte con el varón la mayor parte de los
problemas que se derivan de un sistema perverso y desquiciado pero
que cada sexo tiene, como añadidos, aquellos que provienen de la
manipulación de la idiosincrasia sexuada y de la intimidad. De
ello es de lo que hablo en este caso, sin pretender que aquellos
otros problemas no tengan entidad e importancia, pero, cuando la
nadificación del sujeto es hoy el principal escollo a la
regeneración de la sociedad horizontal la cuestión sexual se ha
convertido en un asunto de la mayor trascendencia porque permite
operaciones de gran envergadura en el interior del individuo.
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